Esta semana ha salido en prensa que una embarazada había sido obligada por un juez a inducir el parto en contra de su voluntad, desatando todas las polémicas. La noticia no ha dejado indiferente a nadie, sorpresa del público general, opiniones médicas diversas, aplausos por los colectivos en defensa del menor y grandes críticas de los colectivos que defienden mayor poder de decisión de las mujeres en los partos.
Lo único que parece claro es que,
ante la recomendación de los médicos por existir anomalías, la mujer se niega a
la inducción, y el hospital pide autorización al juez que la concede. Los Mossos d'Esquadra acuden a
la vivienda de la mujer para acompañarla al hospital, unas horas más tarde nace
el niño, y ambos se encuentran bien.
Las discusiones comienzan en torno a los motivos
por los que el ginecólogo recomendó la inducción, si realmente era necesario, si
se informó debidamente a la mujer de todos los riesgos para poder tomar una
decisión adecuada, si existió abuso de poder, e incluso si se cargaron las
tintas en los informes para conseguir la autorización judicial.
Aunque parece que se ha abierto una
investigación y la tónica general en prensa ha sido la de condenar la decisión
del ginecólogo y el juez, desde el punto de vista del Derecho, la decisión ha
sido desde luego la más recomendable.
El respeto a la autonomía de la voluntad del
paciente es un principio básico en esta materia, pero aquí se contrapone a los
derechos e intereses del no nacido, e incluso con las obligaciones
profesionales del ginecólogo, por lo que los médicos, como garantes de la salud
del menor, hicieron lo correcto desde el punto de vista legal, es decir,
ponerlo en conocimiento del Juez para que tomase la decisión.
Es cierto que los médicos podrían haber
“exagerado” en los informes remitidos al Juez como he leído en varios medios,
pero ¿con qué finalidad?
Hablando hace poco con una compañera que colabora
con uno de los colectivos que defienden una mayor libertad de decisión de las
mujeres en los partos, me comentaba que en España se inducen más partos de los
debidos, entre otros motivos, para acomodar agendas en hospitales y facilitar
la programación. Sin embargo, en este caso, si sólo fuera por este motivo
¿tantas molestias se iba a tomar el ginecólogo, sabiendo las consecuencias que
podía tener una decisión incorrecta?
Personalmente me cuesta creerlo. Quizás porque
soy jurista, sigo creyendo en la tan deteriorada presunción de inocencia y en
el estado de Derecho, y por ello sólo se me ocurre pensar que si dos
profesionales diferentes, ginecólogo y juez, tomaron esa decisión, fue porque
era lo mejor para el menor, y que, por lo tanto, la decisión estaba justificada
tanto legal como médicamente.
¿Qué habría ocurrido si el juez no toma la
decisión y el bebé sufre daños irreversibles? Obviamente el ginecólogo se
enfrentaría a una demanda por negligencia profesional, y por más que la familia
y el menor fueran indemnizados, hay cosas que el dinero no reparará nunca.
Los jueces no sólo toman decisiones en favor de
los menores cuando están dentro del vientre materno, mayoritariamente lo hacen
cuando está fuera y es fundamental que sea así. En este caso la diferencia es
que obviamente, la decisión repercute también en la madre, pero si médicamente
es lo mejor para ambos, y los beneficios superan con creces los riesgos, la
decisión legal es acertada.
No es este el foro para analizar las injusticias
y discriminaciones que las mujeres hemos soportado históricamente, pero en este
caso creo que no se trata de un ataque a la mujer y, por extensión, a su
autonomía como paciente. Se está desviando la atención hacia este punto
obviando que en este caso hay un elemento adicional y esencial: la existencia
de un menor o no nacido, y la necesidad de que alguien vele por sus derechos,
cuando los que deben hacerlo, no saben, no pueden, o no quieren hacerlo.