¿Hasta qué punto estamos los
padres capacitados legal o moralmente para tomar decisiones sobre la salud de
nuestros hijos?
Me surgió esta duda cuando la
pediatra de mi hija me preguntaba si quería ponerle aquellas vacunas que no eran obligatorias.
Desconozco si el día de mañana mi hija será una defensora de la medicina alternativa
y me recriminará su vacunación, pero yo de momento, me siento más tranquila
vacunándola de todo lo que se pueda. Por si acaso.
Evidentemente cuando los hijos
son menores, no queda más remedio que los padres tomemos decisiones en su
nombre, acertadas o no, pero en materia de salud hay supuestos muy delicados,
pues precisamente una de las complejidades del derecho sanitario es la continua
colisión entre diferentes derechos, a la vida, a la intimidad, a la libertad
religiosa, a la información, al secreto profesional, etc.
Sobre la toma de decisiones en
materia de salud de los hijos, especialmente complicado fue el tema que tuvo
que abordar el Tribunal Supremo (y después el Tribunal Constitucional) en
relación al fallecimiento de un menor por negarse lo padres a autorizar una transfusión
de sangre por ser Testigos de Jehová.
En este caso la colisión de
derechos era máxima: ”la vida frente a la libertad de conciencia y religión”. La
dificultad para tomar una decisión desde el punto de vista legal fue tan
complicada y tenía tantas connotaciones, que si bien el Tribunal Supremo
condenó a los padres por homicidio imprudente, el Tribunal Constitucional los
absolvió, al darle mayor importancia al derecho fundamental a la libertad
religiosa.
Podría decir que entiendo el
conflicto moral al que se tuvieron que enfrentar los padres y que hay que
respetar el derecho fundamental a la libertad religiosa, pero como madre y
jurista solo puedo estar de acuerdo con el Tribunal Supremo. Creo que los
padres son autores de un delito de homicidio y no comparto la tesis del
Tribunal Constitucional de la prevalencia de la libertad religiosa sobre la
vida.
El hospital que atendió al menor
solicitó autorización judicial para la transfusión ya que no existía
tratamiento alternativo, y fue concedida por el juez, pero el menor, que
entonces tenía 13 años y profesaba la misma religión, reaccionó de forma tan
violenta que no fue posible realizarla. Los padres se negaron a convencerle, y
tras visitar otros hospitales, finalmente otro juez acordó la transfusión, sin
embargo, esta se realizó cuando ya era tarde.
El consentimiento de la
transfusión le correspondía a los padres, ya que aunque el menor fuera un
“menor maduro” según se denomina en materia sanitaria, su opinión se tiene en
cuenta, pero la decisión correspondía a sus padres, que ni autorizaron, ni
quisieron convencer a su hijo cuando la transfusión aún le podía salvar.
Me parecen legítimas las
creencias religiosas de los padres, pero cuando estas pueden tener
consecuencias tan drásticas como la muerte de un hijo, son los poderes públicos
los que tienen que defender los derechos de ese menor, y velar por su integridad,
adoptando las medidas necesarias para salvar su vida, sobre todo cuando, como
en este caso, era posible salvarle.
Me resulta extraño que en un país
donde la eutanasia es un delito, sin embargo permitir que un menor muera por
convicciones religiosas no suponga ninguna pena o sanción legal. Cuanto menos
resulta contradictorio.
El derecho a la vida, y más
cuando se trata de un menor, debería estar por encima de cualquier otro
derecho, de la índole que sea, y si las decisiones judiciales o administrativas
llegaron tarde, o fueron insuficientes, para salvar la vida del menor, creo que
es un fracaso de nuestro estado de derecho, más que de la decisión de los
propios padres.
Almudena Rodríguez
GMDelyser Abogados
almudenarodriguez@gmdelyser.com
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